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jueves, 14 de enero de 2016

Los errores fatales de Trotsky, un análisis erróneo del ciclo

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Contrariamente a la actividad de los “trotskistas” después de 1945, la de la corriente trotskista de 1938 tal como derivaba del programa de transición, estaba al menos relacionada con una tentativa de apreciación de la naturaleza del periodo (la agonía mortal del capitalismo, la ausencia de desarrollo de más fuerzas productivas, la próxima reemergencia del proletariado revolucionario). Aún si este análisis hubiera sido correcto, no habría justificado los extravíos oportunistas y activistas de Trotski. Pero importa recordar a los campeones actuales del empirismo que el viejo revolucionario tenia aún la preocupación que ellos han perdido: fundar su actividad sobre una comprensión de la situación objetiva.
Todos los segmentos de la obra teórica y política de Trotski están enlazados, en esta época, por un solo y mismo fin: la convicción de un ascenso revolucionario del proletariado. Trotski siempre percibió el retroceso mundial de la revolución como un fenómeno temporal, resultado de una interrupción momentánea del ciclo de luchas iniciado en 1917. En esta perspectiva, la derrotas, lejos de abrir todo un ciclo contrarrevolucionario (crisis/guerra/reconstrucción) lejos de arrebatar todas las adquisiciones organizacionales del ciclo anterior, no representaban ante sus ojos más que una pausa inestable, preludio de nuevas explosiones.
Es esta convicción jamás cuestionada la que se relaciona con su defensa de organizaciones pretendidamente “obreras”, que siguen siendo a pesar de sus jefes “conquistas” a defender. Es este el fundamento de su percepción de la burocracia rusa como una “bola en la cumbre de una pirámide”, de los sindicatos como “adquisiciones” de Octubre. Partiendo de estas premisas, Trotski cometió el error de considerar el fascismo como una reacción a un peligro de revolución proletaria, en tanto que éste no había podido desarrollarse sino porque la curva de la lucha de clase estaba ya en descenso (este error conduciría a Trotski a pensar que en Alemania en 1933, la presión de la clase podría “obligar” al PC y la SD a organizar el contraataque). Es igualmente esta convicción la que justificaba a los ojos de Trotski, la creación de una “Internacional” artificial, andamiaje apresurado destinado a destacar la vanguardia, la cual él estaba persuadido que se mantenía, como adquisición de luchas anteriores en el seno de las organizaciones estalinistas y socialdemócratas.
Sólo semejante visión puede explicar que en plena debacle del proletariado (1936) Trotski haya podido escribir sin dudar: “En Francia, los reformistas han logrado... canalizar y frenar al menos momentáneamente el torrente revolucionario. En los Estados Unidos hacen todo lo que pueden para contener y paralizar la ofensiva revolucionaria de más masas' y en fin en Alemania “los soviets cubrirán al país antes de que Weimar reúna una nueva asamblea constituyente...”
Trotski no había comprendido que desde el aplastamiento de la revolución alemana (1923), última esperanza de una recuperación del movimiento, se había impuesto la contrarrevolución, es decir el capital decadente, el que impone su lógica a todas las conquistas, a todas las organizaciones permanentes y que desviaba para sus propios fines las luchas. Crisis, fascismo, New Deal, Frente Popular, guerras locales y luego guerra generalizada, reparto del mundo, guerra fría, reconstrucción, no serán más que momentos de la contrarrevolución arrogante, segura de ella misma que, sobre el cadáver de la revolución, penetra las adquisiciones anteriores del movimiento y las vacía de su contenido proletario. En el curso de este ciclo sangriento, bárbaro, inhumano, todas las iniciativas de clase son desviadas hacia el terreno de la defensa de una fracción del capital contra otra.
Es verdad que en 1938 el capitalismo se halla en un marasmo espantoso y que hasta 1947-49 jamás la miseria de las masas había sido tan aguda. Pero lo que importaba comprender es que: cuando el proletariado en tanto que clase autónoma había sido eliminado de la escena, era el capitalismo el que superaba la crisis por sus propios medios (guerra/reparto/reconstrucción). Nada será dispensado a la clase obrera: es con su sangre y sus ilusiones como será establecido el nuevo mapa del mundo, de Cataluña a Stalingrado y de Dresde a Varsovia. Y es con el sudor de los trabajadores como será “reconstruida” la economía capitalista mundial.
En estas condiciones, el papel de los revolucionarios no era correr tras las masas desmoralizadas, dejando sus principios a un lado, y tomando parte en cada uno de los episodios de la lucha intestina del capital que es ante todo una lucha unánime contra los trabajadores, ni rumiar la poción milagrosa “transitoria” destinada a crear el “puente” entre su pasividad y la revolución, sino entregarse a un trabajo de estudio crítico de las experiencias pasadas y de preparación teórica, defendiendo los principios de clase y resistiendo a todas las tentaciones activistas e impacientes.
Ese trabajo, lo han cumplido algunas minúsculas fracciones salidas de las “Izquierdas” italiana y alemana, bien o mal, pero lo han cumplido. Que hayan sufrido ellas mismas la presión del periodo, que hayan atrapado en el curso de ésta interminable travesía enfermedades sectarias y dogmáticas o por el contrario empiristas, no cambia nada el hecho que es gracias a su lucidez como nosotros podemos actualmente superar el trotskismo.

La naturaleza de la URSS

Desde la segunda guerra mundial la cuestión de la naturaleza de la URSS no es ya una discusión abierta entre revolucionarios, sino una frontera de clase para los internacionalistas. La caracterización del capitalismo ruso como un Estado “obrero” conduce a la defensa de un imperialismo en un conflicto armado. Reconoce de hecho un papel progresivo al estalinismo y a la acumulación nacional: en una palabra, al capital envuelto con frases “socialistas” conduce por otra parte a la defensa de las nacionalizaciones, es decir a la tendencia del capitalismo decadente al capitalismo de Estado.
Esto siembra la confusión entre los trabajadores porque proclama, lo quiera o no, que no es posible para la clase obrera salir del falso dilema en que ha sido encerrada por décadas y del cual apenas comienza a salir: Elegir entre el capital ruso o el capital occidental.
Esto no es todo, la teoría del “Estado obrero degenerado” oscurece igualmente la comprensión de lo que es el capitalismo. Implícita o explícitamente, el análisis de Trotski que reduce el capitalismo a un cierto número de características, formales, jurídicas, parciales, fijas (la propiedad individual de los medios de producción, su venta, el derecho de herencia, etc..). Se prohíbe a si misma penetrar en el corazón de las contradicciones del sistema. No reconoce esas contradicciones en la URSS porque en realidad no las reconoce tampoco en los países capitalistas tradicionales.
Caracterizar a la URSS como un Estado obrero, es de entrada y ante todo afirmar que en la época de la dominación del capital a escala mundial, seria posible para un Estado nacional escapar al menos parcialmente a las leyes del modo de producción capitalista. Tal concepción monstruosa no puede descansar más que sobre una visión completamente falsa del capitalismo en tanto que sistema histórico y mundial.
Consideremos un instante un caso puramente imaginario y absurdo. Imaginemos que Rusia protegida por una muralla impenetrable, vive en la más completa autarquía frente al mercado mundial. Supongamos también que ninguna de las “categorías” aparentes del capitalismo pueda ser descubierta; que el sistema considerado en sí mismo presenta el aspecto de una gigantesca sociedad de esclavitud generalizada, sin intercambio exterior ni interior, sin dinero, sin capital. Supongamos aún que los esclavos son remunerados en especie y que el Estado “planifica” toda la economía hasta el último tornillo o grano de trigo.
Y bien, aún en este caso extremo y puramente hipotético, tendríamos el derecho de afirmar que sin salariado, sin intercambio, sin capital, las LEYES de la sociedad rusa estarían enteramente determinadas por las del mercado mundial y que sin “valor” reconocible, la LEY del valor constituiría la LEY que se oculta detrás de cada una de las manifestaciones de esta economía.
La autarquía no es más que una forma de la competencia. Aún si la acumulación estatal no revelara la forma capital/dinero, el excedente, el plusvalor y los productos del trabajo, la forma mercancía, la concurrencia con el capital mundial es lo que determinaría directamente la tasa, el ritmo y la forma de esta acumulación, es ella y solamente ella, la que permitiría comprender las relaciones sociales de producción y su dinámica y no la “maldad”, el “autoritarismo”, el “parasitismo” o el “burocratismo”“de los “gerentes”.
La simple necesidad de mantener esta autarquía exigiría la explotación feroz, intensiva, taylorista, sin cesar acrecentada de los trabajadores. Más la competencia internacional capitalista se agudizara, más la productividad del trabajo se acrecentara, más nuevas procedimientos técnicos, nuevas armas aparecieran, y más la autarquía dependería de la capacidad de los “burócratas” de acrecentar la productividad de su parte, de inventar nuevos procedimientos, nuevas armas. No es más que siguiendo paso a paso las necesidades impuestas por la concurrencia mundial que los faraones de este Estado imaginario podrían edificar las murallas que les dieran la ilusión de “escapar” a sus leyes. Es por ello que estaríamos perfectamente en el derecho de calificar a estos faraones como funcionarios del capital, capitalistas, porque no serían más que los representantes en el seno de esta fortaleza de la necesidad ineluctable de acumular, necesidad que es totalmente impuesta por el CAPITAL en tanto que modo de producción mundial. Aunque revistiera el aspecto de una negación aparente de las “categorías” del capitalismo, tal Estado no sería más que la personificación extrema del sistema, porque lejos de ejercerse mediante todo un juego de oferta y demanda y de ser obstaculizadas por restos precapitalistas, las leyes del capitalismo mundial se ejercerían directamente por intermedio de los funcionarios de este Estado, verdaderos sátrapas del capital internacional.
Aún en ese caso extremo sería completamente legitimo llamar a los burócratas rusos capitalistas tal como era legítimo para Marx llamar así a los esclavistas del sur de los Estados Unidos porque, decía él, no son esclavistas más que en (y por relación) a un sistema capitalista. En un mundo capitalista, aún en el país imaginario de los faraones modernos, el despotismo en el seno de la fábrica estaría subordinado a la anarquía del mercado, y la “planificación” a las leyes ciegas de la competencia.
Desgraciadamente para los sostenedores de la absurda teoría del “Estado obrero degenerado”, la realidad contradice aún más implacablemente los fundamentos de su análisis. En efecto, no solamente Rusia no vive en la autarquía, sino además todas las manifestaciones esenciales del capitalismo se hallan abiertamente establecidas en Rusia misma, no solamente en el sentido tomado más arriba, sino igualmente bajo una forma “interna” fácilmente reconocible. Los trabajadores rusos son remunerados bajo la forma de salario-dinero. Este hecho por sí solo implica la existencia del intercambio, de la producción mercantil, de la ley del valor, de la dominación del trabajo muerto sobre el trabajo vivo, del beneficio capitalista y de la baja de su tasa, ¡aún para los miopes trotskistas que analizaran a Rusia aisladamente!
Pero los herederos de la “revolución traicionada” se muestran incapaces de comprender la identidad de las tareas sociales de los proletarios rusos o americanos, chinos o franceses, polacos o alemanes. Los de los países llamados “socialistas” no deben dejarse engañar por las consignas “reformistas” (“democracia”, “reducción de los privilegios”, “autogestión”...) y los de los países capitalistas tradicionales por los discursos sonoros contra los “trusts” y las -especulaciones- o los “parásitos”. Las tareas de los obreros de los dos bloques se confunden: Destruir al Estado burgués primeramente a escala mundial y enseguida destruir la forma valor de los productos del trabajo (es decir, el hecho que sean intercambiados por intermedio de un equivalente general, según el tiempo de trabajo social necesario para su fabricación) aboliendo a escala del globo la separación de los trabajadores de los medios de producción y toda competencia, nacional o internacional. Destruyendo el salariado (intercambio de la mercancía fuerza de trabajo por un salario) y la producción mercantil (intercambio de mercancías). Esto es llevar a la muerte al capital, que no es ni el “poder de los monopolios”, ni de “doscientas familias” sino una relación social. Todo el resto: “nacionalizaciones”, “control obrero sobre las ganancias” no son más que propuestas para administrar mejor el capitalismo.
En los países del Este, el trotskismo se presenta como una corriente reformista que lucha por la revolución “política” que dejaría intactas las relaciones de producción capitalistas añadiéndole simplemente más palabras: “control obrero” y “democracia obrera”. Como no alcanza a comprender que el capitalismo de Estado no es más que la realización de las tendencias intimas del capitalismo tradicional en la época de su declive, se revela incapaz de superar mediante el pensamiento y la práctica el marco de estas tendencias y no hace más que avanzar un programa máximo que se mantiene sin llegar a la destrucción de las relaciones capitalistas.
En la hora en que el capital somete a toda la humanidad a sus propias necesidades, no es posible ser revolucionario en Paris y reformista en Gdansk, o internacionalista en Turín y chovinista en Moscú.

La guerra de España

La toma de posición de Trotski respecto a la guerra de España debía revelar la profundidad de su regresión en relación a los principios comunistas e internacionalistas. Por crítico que fuera, su apoyo al Frente Popular, al Estado burgués democrático y a la guerra imperialista que llevaban a cabo, constituía el signo precursor del hundimiento de la 4ª Internacional en el chovinismo en el curso de la segunda guerra mundial.
La posición de Trotski durante la llamada guerra “civil” es una obra maestra de centrismo. Comienza partiendo en tajos con violencia a la “democracia burguesa” y declarando que sólo la acción independiente del proletariado puede asegurar su propia victoria. Critica ferozmente no solamente el papel contrarrevolucionario de los estalinistas, sino también el de los anarquistas, del POUM, calificado a justo título de“ala izquierda del frente popular”. Sin embargo, el ex gran revolucionario ruso declara aceptar el mando oficial, en tanto que “no seamos tan fuertes como para derribarlo” y pone en guardia al proletariado contra toda tentativa de destrozar actualmente al gobierno de Négrin.., lo que “no serviría más que al fascismo”. (Tomo II de sus Escritos). Extremista en verdad, preconiza “delimitarse netamente de más traiciones y los traidores, sin dejar de ser los mejores combatientes del frente”.
La posición de Trotski se fundaba sobre un análisis completamente falso de las relaciones de clase en España. Consideraba que en el seno de la clase “republicana” se desenvolvía una revolución híbrida, confusa, medio ciega y medio sorda, que se trataba de transformar en revolución socialista. El describía la lucha entre los dos frentes de la lucha entre dos clases sociales, subyugados uno por la democracia burguesa, otro por el “fascismo”. En suma para Trotski, el ejército proletario con jefes burgueses: “si al frente de los obreros y campesinos afiliados, es decir de la España republicana, hubiera habido revolucionarios y no agentes cobardes de la burguesía...”, ¡si hubiera revolucionarios al frente del Estado burgués...! ¡No es Louis Blanc quien habla, es el hombre que un día estuvo al frente del soviet de Petrogrado!
En la época, la fracción de la “Izquierda Italiana” reagrupada alrededor de la revista “Bilan” mantiene un diagnóstico radicalmente diferente al que estaba en la base de esta visión fantasmagórica de una revolución “medio conciente” (?) que avanzaba a pies juntillas a la masacre bajo las órdenes de los “agentes cobardes de la burguesía”. De hecho, como lo muestran los camaradas de BILAN, si el levantamiento de julio del 36 contra los facciosos había constituido una primera emergencia del proletariado sobre sus propias bases de clase (huelga, armamento autónomo de los obreros, milicias...), sin embargo, “la fracción democrática de los representantes del capital había logrado encerrar al proletariado en un terreno antifascista de guerra civil, enrolar a los obreros en un ejército permanente burgués y reemplazar completamente los frentes de clase por frentes territoriales”.
El ataque frontal no había tenido éxito, pues la burguesía democrática había logrado fijar a la clase obrera sobre una base en que no podría ya afirmarse en tanto que fuerza autónoma.
Desde entonces la guerra “republicanos-nacionalistas” no era más que un conflicto intercapitalista, donde los obreros totalmente sometidos al Estado burgués se hacían masacrar por intereses que no eran los suyos. Además, como todo conflicto entre dos Estados burgueses, la carnicería española se volvió inmediatamente un momento de la guerra imperialista mundial donde los diferentes países tomaron más o menos claramente posición, por supuesto bajo la cubierta de “fascismo” o “antifascismo”, y donde los obreros y los campesinos pobres regaron su sangre al son de los cañones franceses, alemanes, rusos, etc.
En tales condiciones, la única oportunidad, por ínfima que fuera, de ver abrirse un proceso revolucionario, era oponer a los frentes imperialistas los frentes de la lucha de clase sin ningún temor de debilitar el frente republicano y llamando a los obreros a ser los “mejores combatientes” del frente de clase que ellos mismos debían instituir en el seno de los dos frentes imperialistas y no del “heroico” ganado del ejercito burgués, Los eternos “realistas” chillarán que ello hubiera favorecido a Franco, Pero la única oportunidad de batir a Franco era llevar la lucha de clase a las regiones que ocupaba y para ello hacía falta para comenzar que esta emergiera sin ningún compromiso, allí donde se encontraban las fracciones más avanzadas del proletariado, en las llamadas zonas “libres”. Aunque se declaraba en general de acuerdo con esta verdad elemental de que los obreros debían cumplir la revolución social contra Caballero y Franco, Trotski fue conducido por su visión superficial de las cosas a tomar partido de manera “crítica” por un ejército imperialista.
Hacia el final de la guerra en 1938-39 Trotski radicaliza su lenguaje al punto de retomar las tesis de la “Izquierda Italiana”, pero sin romper jamás con su catastrófica concepción según la cual en el interior de una guerra conducida por un Estado capitalista puede desarrollarse un proceso revolucionario que no trastorne completamente la disposición de los frentes y que bajo la dirección de un ejercito burgués permanente podía caminar una “revolución inconsciente”.
De esta capitulación a, la del conjunto del movimiento trotskista durante la guerra de 1940-45, no había más que un medio paso.

El programa de transición

El programa de transición es la continuación directa de la estrategia de la Internacional Comunista a partir de sus 2º y 3º Congresos. La discusión sobre la táctica “transitoria” es de una importancia fundamental. Esta saca a la luz la divergencia infranqueable que separa a los revolucionarios de los trotskistas. No podemos aquí agotar la riqueza de la cuestión que es la de la relación dialéctica entre luchas económicas y políticas, el movimiento y el fin, la clase y el programa, etc... Pero podemos intentar delinear el nudo del problema y mostrar al mismo tiempo que Trotski no lo aborda tampoco y se contenta con acomodar los vejestorios socialdemócratas en una salsa “radical izada”.
Un programa mínimo en la época que no puede haberlo ya
Trotski pretende “superar” la tradicional separación entre programa mínimo y máximo, estableciendo un programa de reivindicaciones transitorias susceptibles de entablar una relación entre las demandas inmediatas y la revolución. Este objetivo de ir más allá de la ruptura heredada del siglo XIX es loable. Pero precisamente, Trotski cae exactamente en el defecto que denuncia, al establecer un programa que no es el programa comunista. Trotski reconoce la necesidad ¡de que hubiera dos programas comunistas! Pero el segundo, si quiere tener una razón de ser, debe estar compuesto de reivindicaciones que no sobrepasen el marco burgués (si no, formarían parte del programa comunista), por tanto de reivindicaciones “mínimas”. Al reconocer que pudiera existir en la hora de declive del capitalismo, otro programa diferente al de la revolución comunista, Trotski divide nuevamente el proceso proletario y su curso en dos etapas: actualmente las reivindicaciones inmediatas, mañana el programa revolucionario. Que pretenda que las primeras conduzcan al segundo no cambia nada: ¡los socialdemócratas lo afirmaban también!
Hay que ser coherente: O bien existe un solo programa y este es el programa máximo, o bien existen dos y entonces se recae en la vieja dicotomía programa máximo / programa mínimo.
Por tanto, lejos de establecer la relación entre el movimiento elemental y el objetivo final, el programa de transición los disocia. La mejor prueba del hecho que el programa de transición no es más que un programa mínimo cubierto con una capa de fraseología “radical”, es que abunda en demandas reformistas y que el programa comunista se halla totalmente ausente (aún si Trotski reconocía aquí y allá la necesidad de la revolución).
Es así que se encuentra el “control obrero” (sobre el capital), el gobierno “obrero y campesino”, la reivindicación de las “grandes obras públicas” la expropiación de ciertas (?)ramas de la industria entre las más importantes para la existencia nacional (!) o de ciertos grupos la burguesía entre los más parásitos (!!!)”, “un sistema único de crédito, según un plan racional que corresponde a los intereses de toda la nación (¿!)”, “banca estatal única” y otras sandeces ni aún dignas del programa común de la izquierda. En ninguna parte se encuentra la destrucción del Estado burgués, la dictadura del proletariado, la destrucción de la competencia, de las naciones, del intercambio y de la forma valor de los productos del trabajo, del salariado. Trotski desea modernizar, estatizar el capital y generalizar el salariado, Marx, en cambio, deseaba destruir el capital y abolir el salariado.”
“Pero” nos responderán los trotskistas, “nosotros estamos de acuerdo, solamente que es el programa final y entre tanto, queremos otro programa para movilizar a las masas”, bien, pero entonces dejen de andarse hipócritamente por las ramas y reconozcan que tienen necesidad de dos programas, uno “mínimo” y otro “máximo”, uno para la lucha y otro para los discursos, ¡uno para los días de entre semana y otro para el domingo! y por favor, dejen de mofarse de los socialdemócratas, que al menos ellos lo reconocen abiertamente.
Un esquema utópico y burocrático
Los comunistas no tienen un programa para la sociedad capitalista. Pero es obvio que le conceden una importancia decisiva a las luchas elementales que surgen espontáneamente de su suelo. No comparten el desdén académico de los intelectuales burgueses por esas cuestiones “cuantitativas”. Saben que la crisis social produce una revuelta contra las condiciones sociales de existencia tales como se manifiestan cotidianamente para los trabajadores y que no es más que a partir de esta revuelta que una toma de conciencia de la necesidad de transformar la sociedad puede efectuarse. Saben que es a partir de la lucha elemental espontánea del proletariado que se engrana el proceso que conduce a su propia superación.
Pero es justamente porque conocen las formidables posibilidades de ampliación, de desarrollo de los combates económicos sobre el terreno revolucionario, que no los encierran por adelantado en reivindicaciones rígidas. Todo catálogo de reivindicaciones fijado al inicio de un movimiento de clase obstaculiza la profundización de ese movimiento fijándolo sobre aspectos parciales antes que tenga tiempo de expandirse, de alcanzar su amplitud.
Porque los revolucionarios saben que un movimiento de clase rechaza sus ilusiones y sus fijaciones particulares más rápido que el tiempo que los revolucionarios requieren para editar sus hojas volantes, se cuidan como de la peste de aprisionar como Trotski la riqueza, la fuerza y las potencialidades de la lucha en un programa de reivindicaciones rígidas y en un esquema doctrinario.
No solamente el programa de transición es reformista por el contenido de sus demandas, sino además porque toda su lógica consiste en encerrar al movimiento en el saco estrecho de sus consignas, aún antes de que haya comenzado a desplegar sus gigantescas posibilidades de crecimiento.
Trotski no se contenta con desear fijar el proceso de la lucha de clase sobre aspectos parciales. Tiene además la pretensión de “programar” la sucesión de formas de lucha, desde la huelga hasta la insurrección Trotski desea hacer avanzar el movimiento en una especie de juego de la oca salido de su imaginación dogmática. Cree que la lucha va primero a tal casilla, luego bajo el impulso de tal consigna pasa a la casilla siguiente. Y por fin, después de haber “transitado” dócilmente los pasos previstos, arriba al objetivo final.
El movimiento real no sigue ningún esquema burocrático. Huelgas, luchas económicas, luchas políticas, comités de huelga, iniciativas informales, ocupaciones, Soviet: la lucha no se desenvuelve según un plan preconcebido, sino que sus formas se engendran mutuamente, se ínter penetran, se suceden, desaparecen y vuelven en el momento menos esperado.
Marx escribía que los comunistas no tienen principios particulares sobre los cuales pretenderían modelar el movimiento práctico de la lucha de la clase. Esta frase es más profunda de lo que se piensa. Significa que no corresponde a la organización de revolucionarios definir de manera idealista las formas y las reivindicaciones por adelantado. Ello lo hará el proletariado mismo en el fuego de la acción, según las circunstancias concretas y de una manera mucho más segura que no importa que minoría “esclarecida”.
En nuestra época una gran parte de los movimientos de clase parten sin reivindicaciones precisas y no es más que después de una cierta relación de fuerzas que se plantea el problema de fijar objetivos precisos, negociar, etc. Es esta ausencia de limites a priori que conlleva la posibilidad de la extensión del movimiento; de su profundización, de su radicalización. En estas condiciones, la función de los sindicatos y los trotskistas, es la de desgastar el movimiento clavándolo sobre limitaciones “realistas” desde el inicio.
Los revolucionarios saben dos cosas:
- que detrás de cada huelga se yergue la hidra de la revolución y que su función es únicamente expresar las tendencias revolucionarias inherentes a las luchas;
- que aún los éxitos económicos inmediatos dependen de una relación de fuerzas política a la escala de la sociedad y que menos el movimiento se fije sobre objetivos “realistas” y “razonables” al comienzo, más impondrá una posición de fuerza susceptible de obligar a la clase adversaria a ceder. Lo que tiene evidentemente el efecto de reforzar su determinación.
Movimiento y programa
Los revolucionarios no condenan ni fetichizan ninguna forma de la lucha de clase. Su papel no es modelar el movimiento, sino fecundarlo expresando su sentido general, por tanto haciendo todo por impedir que los sindicatos e izquierdistas limiten sus potencialidades y oculten su significación y su dirección.
Debemos ser a la vez extremadamente flexibles y extremadamente rígidos. Flexibles porque en tanto que miembros de la clase, sabemos en las circunstancias más diversas retomar, amplificar las formas, las reivindicaciones que surgen espontáneamente de la masa, formular lo que las masas sienten, lanzar consignas unificadoras porque van en el sentido de la extensión y de la radicalización del movimiento. Rígidos porque en tanto que organización, defendemos integralmente en cada momento como único programa, el programa comunista (el resto son compromisos efímeros). Tal es nuestra función especifica, porque es en torno a este programa que se reagrupan los trabajadores más concientes que atraen a los otros y es a partir de esta visión del objetivo que destacamos del movimiento las tendencias revolucionarias.
iTrotski está por la flexibilidad en el programa y el abandono del objetivo final y por el dogmatismo rígido frente al movimiento! El comunismo es el sentido del movimiento. Abandonar el comunismo, es traicionar la esencia misma del movimiento, es impedir su única realización: el comunismo.
Extractos del folleto: Ruptura con Lutte Ouvriere y el Trotskismo.
marzo de 1973.
http://es.internationalism.org/Trotski/ciclo.htm

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