Más allá del ámbito literario, Trotsky y el trotskismo han tenido una importancia relativa en Cuba, pero la leyenda y el mito siempre han usurpado el lugar de la verdad
La figura de León Trotsky encierra la paradoja de atraer a intelectuales, aspirantes a revolucionarios y políticos frustrados, al tiempo que se mantiene como un ejercicio de minorías políticas influyentes pero no decisivas.
Esta simpatía no es ajena a un aprovechamiento oportunista. Lo practican, por ejemplo, los trotskistas norteamericanos que cada año acuden a la Feria del Libro de La Habana para exhibir sus libros, sin importarles un pasado de persecución de sus ideas en la Isla. Los mismos que se mantienen encasillados en la defensa del régimen cubano como la forma más fácil y segura de practicar su antinorteamericanismo.
En lo que se refiere a los intelectuales cubanos, Trotsky ha servido para alimentar tanto la obsesión paródica pero medular de Guillermo Cabrera Infante en Tres tristes tigres como el interés de Leonardo Padura por incursionar en un tema que por mucho tiempo fue tabú en Cuba, en El hombre que amaba a los perros.
Más allá del ámbito literario, Trotsky y el trotskismo han tenido una importancia relativa en Cuba, pero la leyenda y el mito siempre han usurpado el lugar de la verdad.
Al parecer resulta muy difícil escapar a esa dualidad, y en ocasiones se llega a la tergiversación mientras se intenta ampliar horizontes.
Durante una visita a Argentina, en mayo de este año, Padura se refirió a la influencia trotskista en Cuba:
“Si hubiera habido un asomo de Trotsky en Cuba, ese hubiera sido el argentino. Se cuenta que el Che tuvo una relación muy cercana con el grupo de trotskistas originales cubanos. A principios de la revolución la proyección socialista del gobierno cubano no estaba definida. Pero sí había allí un grupo de revolucionarios trotskistas con quienes el Che se relacionaba. Llegó un momento en el que el Che salió de Cuba y cuando regresó habían sacado de sus puestos a muchos de estos trotskistas. Y gracias al Che muchos recuperaron sus puestos. Eso quiere decir que había un conocimiento y una simpatía hacia el pensamiento trotskista”.
El rumor, la apariencia o la simple idea de que el Che Guevara tuviera una inclinación o sintiera una afinidad hacia el trotskismo es un fantasma que recorre la Isla desde el inicio de la revolución cubana.
Trotsky, el Che y los rumores
Cuando se conocieron en “casa de María Antonia”, el Che y Fidel hablaron de trotskismo. La realidad que empujaba a repetir este mito con tono conspirativo —convertido en secreto para quienes se creían iniciados en la obra de Trotsky por un par de lecturas clandestinas— es que el nombre del revolucionario ruso se pronunciaba en Cuba tanto con miedo como con respeto.
Otro rumor refería que en los primeros años de la revolución y por diversos rumbos varios trotskistas —juntos o en diversos grupos, aquí se multiplicaban las versiones— habían aterrizado en La Habana. Se decía además que el destino siempre había sido el mismo: todos conducidos de vuelta hacia la práctica de la revolución permanente en otras tierras del mundo: en Cuba no se necesitaba el concurso de sus modestos esfuerzos.
Poco más podía ser verificado, a principio de los años setenta, sobre la presencia del trotskismo en la Isla. Se sabía que en un número de Lunes de Revolución habían aparecido algunos trabajos del fundador del Ejército Rojo, pero no era posible comprobarlo en la Biblioteca Nacional. Se comentaba del gracioso que se había presentado en la carpeta del hotel Habana Libre, y pedido que por los altavoces trataran de localizar al camarada soviético Lev Davidovitch Bronstein. Aunque nadie podía afirmar que la broma fuera cierta. Lo real era que más de un revolucionario había cumplido prisión por sus ideas trotskistas, además de la existencia de algún que otro suicida por los mismos motivos.
Sin embargo, lo más lejos que podía llegarse se detenía siempre en el terreno de los malentendidos y las palabras dichas en el lugar y el momento inapropiados. Como la irritación del Kremlin hacia el Che y la acusación de la embajada de la Unión Soviética en La Habana, de que éste “desconocía los principios básicos del marxismo-leninismo”. O la queja de Moscú, cuando denunció a un artículo del guerrillero argentino como una muestra de “ultrarrevolucionarismo que bordea el aventurerismo”.
Pero aunque estos reproches no detuvieron los intentos de exportar la revolución, tampoco propiciaron que alguien en la Isla se atreviera a hablar de la necesidad de la revolución permanente.
También se sabía de la imprudencia de Jorge Ibarra, que colocó un asterisco al final de un trabajo publicado en la revista Casa de las Américas: “Capítulo de un libro sobre Lenin, Trotsky y Gramsci, de próxima publicación”. Sin embargo, ningún editor del Instituto del Libro llegó a preocuparse por eso, porque nadie del mundo editorial desconocía que Ibarra anunciaba libros que después abandonaba.
También por aquellos años la editorial Polémica publicó los dos tomos de la Teoría Económica Marxista y La Formación del pensamiento económico de Carlos Marx de Ernest Mandel. Tampoco había aquí muchos motivos para quitarle el sueño a los censores. No solo las tiradas era muy limitadas, sino que ambas obras estaban restringidas a funcionarios y especialistas. Por lo tanto, los primeros seguro desconocían que el autor era trotskista y los segundos iban a leerlas —o ya las habían leído— en las ediciones mexicanas. Se hablaba de los planes para la publicación de los tres tomos de la biografía de Deutscher. Por lo demás, Trotsky era tabú.
La línea oficial era apartarse de la escolástica soviética, pero sin caer en un revisionismo extranjero. El gobernante cubano era quien dictaba los límites para avanzar al margen de la ortodoxia marxista-leninista decretada por Moscú, sin detenerse en muertos célebres.
Celia la “troskera”
Ahora las cosas han cambiado. En la Isla los estudiosos pueden mencionar el nombre y referirse a sus artículos y libros. Señalar sus aciertos y la agudeza de sus críticas a Stalin. Si entonces le hubieran hecho caso a Trotsky —se lamentan algunos—, quizá el socialismo no habría desaparecido de Europa Oriental.
Es una buena noticia que las simpatías hacia el revolucionario ruso ya son admitidas en La Habana, que éstas no impiden la entrada al Partido Comunista de Cuba (PCC). Al menos no se lo impidieron a la fallecida hija de Armando Hart y Haydée Santamaría.
Celia Hart, que murió en 2008, a la edad de 45 años, se destacó por su intento de reivindicar públicamente la figura y el pensamiento de Trotsky en la Isla. Su artículo La bandera de Coyoacán —publicado el 19 de diciembre de 2003— apareció en diversos sitios de internet, así como otro en que refuta la tesis estalinista de la construcción del socialismo en un solo país.
En una entrevista publicada en el diario mexicano La Jornada, el 6 de abril de 2005, Celia Hart señalaba que dos trabajos publicados en Juventud Rebelde el año anterior aparecieron sin la mención que hizo del luchador revolucionario. Luego agregó que en esos momentos estaba llevando a cabo una “reinvindicación” de la figura de Trotsky que hasta hace pocos años era “impensable”.
¿Por qué demoró tanto en aceptarse la figura más odiada por los estalinistas, si Cuba había dejado de depender de la generosidad soviética desde hacía más de una década? Si el encarcelamiento de los revolucionarios trotskistas cubanos supuestamente obedeció al deseo de congraciarse con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) —algo que Celia Hart no mencionó nunca en sus trabajos, pero ha sido señalado por diversos autores—, ¿qué otras razones determinaron esa demora?
Siempre dos veces
De la tragedia a la farsa. Así puede titularse un estudio sobre la influencia trotskista tras el primero de enero de 1959. Ahora la farsa es permitida y la tragedia olvidada. En La Habana de comienzos de este siglo, Celia Hart practicaba un trotskismo chic. Lo saludaban periodistas de paso y le disgustaba a algún que otro recalcitrante.
“Vengo de leerles una ponencia a los viejitos del Moncada y les gustó. Ponme una cerveza que me la he ganado (…) He presentado una ponencia desde las posiciones de Trotsky”.
Así hablaba Celia la “troskera”.
“El trotskismo estuvo presente en la revolución. (…) Pero lo hizo de manera clandestina, silenciosa, así como la luz difusa del atardecer, como ese brillo que es tan solo un instante, que penetra sin permiso en nuestras pupilas”, le dijo la hija de Armando Hart a Manuel Talens, en un reportaje de la revista Amauta, del 29 de marzo de 2006.
“La revolución cubana puede asumir la herencia trotskista sin que la tilden de oportunista”, agregó.
Rebeldía de bar habanero, con aire acondicionado en hotel para extranjeros.
Complicidad y oportunismo
Lo primero que tiene que hacer un verdadero trotskista cubano es denunciar la complicidad histórica del régimen castrista con los verdugos de Trotsky. Complicidad que obedeció no sólo a un oportunismo político, sino a la similitud de Moscú y La Habana en la elección de los medios que consideraron más adecuados para mantener el poder. Optar por un estalinismo sin Stalin, del cual era imposible desprenderse sin poner en peligro la hegemonía de quienes estaban al mando.
La segunda denuncia necesaria es echar por tierra cualquier pretensión de que el Che Guevara era trotskista, o de que al menos simpatizaba emocionalmente con las ideas del revolucionario ruso.
Sin embargo, lo que hizo Celia Hart fue intentar darle una continuidad al rumor del supuesto trotskismo del Che Guevara. Para ello se valió de una carta que su padre recibió del guerrillero:
“En 1965 el Che le escribe a Armando Hart estando en Tanzania acerca de sus convicciones para el estudio de la filosofía marxista. En el apartado VII le dice ‘y debería estar tu amigo Trotsky, que existió y escribió según parece’”, afirmó Celia Hart.
Era una tergiversación. Además de pasar por alto el tono irónico empleado por el argentino, alteraba la cita.
No le valió de mucho. Desde una posición estalinista, el escritor y periodista peruano Dante Castro salió a enmendarle la plana.
Castro —siempre aparece un Castro con relación a Cuba, aunque no sea pariente ni cubano— hizo referencia al comienzo del párrafo, omitido por Celia Hart.
En realidad, el párrafo citado del Che empieza de esta forma: “Aquí vendrán los grandes revisionistas (si quieren pueden poner a Jruschov), bien analizados, más profundamente que ninguno, y debía estar tu amigo Trotsky…”.
Queda claro que el Che no mostraba simpatía alguna por Trotsky, que su desdén era enorme por la figura del ideólogo y revolucionario ruso.
Sobre todo al tener en cuenta que el párrafo anterior de la carta citada —al que también hace referencia Dante Castro en el artículo reproducido en CubaNuestra Digital— se inicia de esta forma: “Aquí sería necesario publicar las obras completas de Marx y Engels, Lenin, Stalin [subrayado por el Che en el original] y otros grandes marxistas”.
Carlos Manuel Estefanía señala en su trabajo El trotskismo: vida y muerte de una alternativa obrera no estalinista, que en mayo de 1962 el gobierno de Castro suprimió el periódico Voz Proletaria, del Partido Obrero Revolucionario Trotskista (PORT), y mandó a destruir las planchas del libro de Trotsky La RevoluciónPermanente, que el PORT pensaba publicar, debido a un comentario del Che.
Celia Hart afirmó en “Welcome”… Trotsky que al final de su vida el Che pudo acercarse bastante a la literatura trotskista. Lo sustentó de esta manera: “Juan León Ferrer, un compañero trotskista que trabajaba en el Ministerio de Industrias me lo ha comentado. El Che recibía además el periódico de su organización y fue el Che quien lo sacó de la cárcel después de su regreso de África. El compañero Roberto Acosta, ya fallecido, tuvo gran camaradería con Guevara”.
Vale la pena detenerse en este dato, porque más allá de la anécdota sirve para ilustrar la relación del Che y el propio Fidel Castro con el trotskismo cubano.
Guevara y los trotskistas
Según el interesante testimonio de Domingo del Pino —un español que en la década de los años 60 era empleado del Ministerio de Industrias—, “el Che no excluyó por motivos ideológicos nunca a nadie que pudiese ser útil”. En el ministerio a su cargo trabajaba el ingeniero Roberto Acosta, “de quien luego sabríamos que era el jefe del trotskismo cubano”. El ingeniero Acosta había conseguido autorización del Che para publicar un boletín semanal titulado Boletín Informativo de IV Internacional-Sección Cubana, que se distribuía personalmente por los ministerios de Industrias y Finanzas. Esto explica la referencia al ingeniero Acosta en el artículo de Celia Hart y también aclara de que no se trataba de un periódico sino de un simple boletín. El verdadero periódico había sido suprimido por el propio Che.
Dice Del Pino en su testimonio Che Guevara ¿El Trotsky de Castro?, que el año de 1965 —clave en la vida del Che— resultó también el año del final del trotskismo en la Isla. Tras las declaraciones del guerrillero argentino en una conferencia en Argel, donde se refirió a que la URSS se beneficiaba al igual que los países capitales del “intercambio desigual” entre países industrializados y subdesarrollados, Moscú le expresó sus quejas a Cuba.
“Los trotskistas cubanos, a quienes Fidel Castro nunca había tomado en consideración como fuerza, eran unboccato minore que no obstante sufrirían las consecuencias de aquella irritación de la URSS y de Fidel con el Che. El líder máximo les infligiría un castigo ejemplar y público para satisfacer a la URSS porque ¿Qué podía agradar más a Moscú que un trotskista castigado?”, expresa Del Pino.
Acosta y otros connotados trotskistas del Ministerio de Industrias fueron encarcelados, registradas sus viviendas, decomisadas sus bibliotecas. Al regreso el Che intentó la liberación de los detenidos, pero no lo logró. En el caso específico del ingeniero Acosta, consiguió que éste fuera sometido a un proceso de “rehabilitación por trabajo manual” y enviado a trabajar a una planta eléctrica situada a 20 kilómetros de La Habana.
Iguales motivos
De igual forma que cuando le dio entrada en el país al asesino de Trotsky, Ramón Mercader, —primero en tránsito hacia Moscú y años después para residir en la Isla— Castro actuó solícito para complacer a Moscú. Los trotskistas en Cuba no tenían nada que perder, salvo la libertad. Para el gobernante cubano, significaban poco a la hora de complacer a un aliado del que dependía por completo.
En el caso del Che, más que de simpatía ideológica se podría hablar de deferencia hacia sus empleados. Es posible que compartiera las críticas al burocratismo, hacia la URSS y los países socialistas y la necesidad de un intenso trabajo de orientación política. Pero por encima de todo estaba de acuerdo con Castro en que el trotskismo era una fuerza insignificante en el panorama político de la Isla.
Al encarcelar a los trotskistas, Castro no sólo complacía a los soviéticos. También se quitaba del medio a un grupo políticamente insignificante, pero que desde una posición de izquierda estaba criticando los males —burocratismo, ineficiencia, nacionalizaciones innecesarias— generados por su régimen.
Fracasos y leyendas
Quienes intenten renacer el trotskismo en Cuba tienen que luchar contra una historia de fracasos y verdades a media. A partir de la leyenda de que Julio Antonio Mella era partidario de las ideas de Trotsky, el mito siempre se ha impuesto. La trama de las vicisitudes del movimiento son muy tentadoras para el novelista, pero exigen al político una visión crítica si quiere sacar alguna enseñanza al respecto.
La realidad es que el trotskismo nunca fue una fuerza política importante en la Isla, salvo en el frente sindical. Un grupo pequeño desde el punto de vista numérico, que no logró crear un cisma entre los comunistas cubanos y que jamás conquistó el apoyo de los sectores populares del país.
No se ha demostrado a cabalidad que Mella se mostrara partidario de las ideas trotskistas. No deja tampoco de ser motivo de debate la posibilidad de que fuera asesinado por agentes comunistas y no por testaferros del dictador Gerardo Machado y que Tina Modoti estuviera al servicio de la KGB. Tampoco es cierto que los trotskistas cubanos apoyaran sin reserva al Gobierno de los Cien Días de Grau-Guiteras, la organización Joven Cuba y el programa de Antonio Guiteras. Más bien fue un intento de penetrar al grupo para desplazar a la pequeña burguesía cubana de la dirección de la lucha y controlar el proceso. El estudio de este proceso, durante los años 30, no puede realizarse solo teniendo en cuenta la bibliografía trotskista, sino también la labor del fallecido historiador Rafael Soler Martínez. Más allá de las posiciones ideológicas, la conclusión es que tanto los seguidores de Moscú como los partidarios de Trotsky luchaban por el control del movimiento obrero y eran igualmente sectarios.
Por encima del valor intelectual de los ensayos y artículos de quien fuera la figura de pensamiento más brillante de la Revolución de Octubre, y su mejor orador y jefe militar, desde el punto de vista intelectual muy superior a Lenin —quien resultó un hábil político y un astuto estratega partidista, pero un pésimo teórico, que tampoco nunca alcanzó la brillantez del primero en el discurso público—, poco o nada hay que buscar como guía en Trotsky para mejorar la sociedad.
Trotsky siempre resultó una figura difícil de clasificar, una figura difícil de encasillar, un hombre afiebrado y con una sensibilidad que quizá le hubiera servido para frenar más de un error en caso de mantenerse en el poder. Pero también a un fanático que propugnó el establecimiento de “campos de concentración” —de acuerdo a Isaac Deutscher en The Prophet Armed— para encerrar a los trabajadores que abandonaran sus puestos; un militar que reprimió a sangre y fuego la primera sublevación popular contra el régimen soviético —la de los marinos de Kronstadt— y el artífice del comunismo de guerra. Trotsky posteriormente acusó a Dzerzhinsky de ser el culpable de la represión en Kronstadt, aunque aclarando que “una guerra civil no es una escuela de humanitarismo”, y admitiendo en última instancia su responsabilidad histórica.
Fue Trotsky quien entonces escribió a Stalin: “Los [rebeldes] querían una revolución que no hubiera conducido a una dictadura, y una dictadura que no empleara la fuerza”, cita el historiador Dimitri Volkogonov en su biografía, Trotsky.
Volkogonov agrega: “Trotsky y Stalin pueden haber sido diametralmente opuestos en términos personales, pero ambos siguieron siendo típicos bolcheviques, obsesionados con la violencia, la dictadura y la coerción”.
Es precisamente en la obsesión por la violencia donde se encuentra la afinidad entre Trotsky y Guevara. Solo que hasta en ese punto el Che prefirió una elección más sencilla y rápida: escogió a Stalin.
http://www.cubaencuentro.com/cultura/articulos/padura-el-che-y-la-atraccion-trotskista-296576
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