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domingo, 28 de diciembre de 2014

Un sátiro sanjuanino


Sarmiento lector, personaje y escritor en clave satírica

En el siglo XIX, la sátira es un discurso central para la articulación de la esfera pública, y que permite exhibir y exhibirse en la arena política. Pero pocos escritores, e incluso pocos hombres públicos americanos se manejan frente a este discurso con la soltura con la que lo hace Sarmiento. Este trabajo se centra en las diferentes figuras discursivas satíricas, verbales e icónicas, con las que Sarmiento fue calificado y que él mismo reescribió, y analiza algunas formas en que se plasmaron en el imaginario cultural argentino.

At the XIXth, Satire is a central discourse in order to articulate public sphere; and helps to exhibit the actors of the political field. But just a few writer, and just a few public men indeed could cope with satiric attacks as freely as Sarmiento does. This article focuses in the different satiric verbal and iconic figures that made Sarmiento a character, and in the ways he re-wrote them. It also intends to analyze some ways they formed an Argentinean cultural Imaginary. 



 En el siglo XIX americano, la sátira es un discurso central para la articulación de la esfera pública, y que permite exhibir y exhibirse en la arena política. Pero pocos escritores, e incluso pocos hombres públicos americanos se manejan frente a este discurso con la soltura con la que lo hace Domingo F. Sarmiento. Ya su iniciación literaria habría estado marcada por la sátira, con la lectura de unos versos en la época en que, en tertulia de amigos, redactaba periódicos manuscritos “por ocio y por juguete”. Estos versos satíricos contra los tratados de Paucarpata (1837), habrían sido entregados “en reserva” para que fueran publicados en un diario de Mendoza (Hudson, 1898: 388-389). Aunque velada por su carácter anónimo, y desfiguradas por el carácter de tentativa juguetona y amateur que el ejercicio de la sátira habilita, algo de ese primer tono –convenientemente perdida la obra inicial, borradas sus exactas palabras- persiste en toda su obra. La dimensión moral de este “modo” verbal le proporciona un tono para el sostén de “la verdad”, valor supremo de su discurso público; y su inmediatez, su capacidad pragmática, le proporciona su arma preferida: el poder mágico de la palabra satírica, que promete herir al enemigo no sólo en el lenguaje sino mucho más allá de las palabras, y marcarlo (Elliott, 1960; Hodgart, 1969). Eso explica la intensidad con que Sarmiento percibe, recorta y pone de relieve los ataques satíricos que recibe de sus adversarios ocasionales o insistentes. A veces, aun antes de que estas sátiras tengan intención o forma de tales: desde sus textos, Sarmiento las provoca, lleva el terreno de la discusión allí donde le conviene batirse. Cuando es él quien toma la iniciativa, su sátira descubre en cualquier objeto su veta política: la presencia de mujeres en las galerías del Congreso, el uso de determinado uniforme, el conocimiento o ignorancia del nombre de unos peces vernáculos (“las carpas”). Todos esos blancos no son sino variaciones de lo que, en cada oportunidad, busca atacar: la degradación o el ocultamiento de la cosa pública.
Para Sarmiento, la sátira es ante todo combate, y dentro del combate, lucha de posiciones. Esta dinámica excede, desde ya, el entramado de la prensa satírica ilustrada –vale decir, de ese conjunto de periódicos que se dedica exclusivamente a comentar satíricamente los sucesos políticos, ya a través de textos, ya mediante ilustraciones y caricaturas (Román, 2007). Pero encuentra en ese corpus un dispositivo particularmente sensible. Más allá de las idealizaciones de su nieto Augusto Belin (quien afirma que “el jefe de Estado era el primero en celebrar y reírse de su propia efigie profusamente caricaturada”, contradiciendo al menos parcialmente, como se verá, lo que Domingo Faustino expresa en las Obras Completas que el mismo nieto compiló; Belin Sarmiento, 1905: 196), es evidente que para Sarmiento la prensa satírica y la caricatura son, en diferentes momentos y por distintas causas, foco de curiosidad, de atención permanente y alerta constante. “La afición de Sarmiento por el dibujo se remonta a sus años mozos. Merece observarse que tanto los trabajos a los cuales se refirió alguna vez, como los pocos que han llegado a nuestros días, ejecutados todos a modo de agradable pasatiempo, presentan carácter humorístico. Antes de los veinticinco años, el mayordomo de minas de Copiapó, distraía a los compañeros de la ruda labor haciendo divertidas caricaturas de toda clase de bichos. (…)”, afirma Alberto Palcos (1945: 125). Los dibujos de Sarmiento (reproducidos en Palcos, 1945) participan evidentemente de la síntesis y la economía de la caricatura, aunque no siempre parecen ser -necesaria o, en todo caso, deliberadamente-, “humorísticos”. Expresan, en todo caso, la sintonía del dibujante con un tipo de discurso en el que, a lo largo del siglo XIX él mismo es, y se convertirá cada vez más acentuadamente, en personaje central. Este protagonismo de Sarmiento marca además –y de manera a veces sorprendente- las lecturas críticas, contemporáneas y posteriores, que se han hecho de su biografía cultural, de su figura pública e incluso de sus textos. En este sentido, aunque las figuras que traza Sarmiento se solapan y confunden de muchos modos, examinar algunas de ellas, ya sea recuperadas al enemigo o revertidas sobre él, permite asomarse a esa estrategia, que reconoce vaivenes y múltiples conexiones y reenvíos. 
Loco       

 
“La Locura. Estatua ejecutada por el escultor José M. Gutiérrez”.
La Presidencia, 1875. 
A punto de cumplir cuarenta años, Sarmiento redacta y publica sus Recuerdos de provincia (1850). “Mi nombre anda envilecido en boca de mis compatriotas”, se queja en las primeras líneas. La referencia inmediata de esa degradación son los “epítetos” que acompañan ese nombre:
[L]a prensa de todos los países vecinos ha reproducido las publicaciones del gobierno de Buenos Aires, i en aquellas treinta i mas notas oficiales que se han cruzado, el nombre de D. F. Sarmiento ha ido acompañado siempre de los epítetos de infame, inmundo, vil, salvaje, con variantes a este caudal de ultrajes que parecen el fondo nacional, de otros que la sagacidad de los gobernadores de provincia ha sabido encontrar, tales como traidor, loco, envilecido, protervo, empecinado i otros mas (…) (OC III: 26).
Hacía ya unos cuantos años que el gobierno de Juan Manuel de Rosas había hecho de esta secuencia de adjetivos, en sus diferentes combinatorias, una fórmula cuyo alcance iba del catecismo laico recitado por los serenos a la leyenda notarial, incluida en todo tipo de documentos oficiales. La escritura de sus Recuerdos, esa autobiografía desmesurada, prematura y panfletaria, suscitará su propia retahíla de sátiras, entre cuyos primeros elementos está un folleto anónimo: la “Carta particular en contestación a los insultos que habiendo por acaso registrado un infame libelo del salvage unitario Domingo Faustino Sarmiento bajo el título de Recuerdos de Provincia, halle entre la multitud de sus locas y anárquicas producciones”. Fechado en 1851 en “Carrascal de San Juan” –un pequeño pueblo donde Sarmiento ubica parte de sus hazañas juveniles en Recuerdos— el folleto reactiva las lecturas paródicas y satíricas de la figura pública de Sarmiento que había suscitado Mi Defensa (su primer texto autobiográfico publicado, de 1843) y también su Facundo. Y se cierra con una caricatura:
 
Es evidente que la caricatura no es un portrait-charge: no hay intento alguno de emular los rasgos faciales o físicos de Sarmiento (y, de hecho, otro epígrafe podría invertir su sentido ofensivo, y convertir a este cliché en una ilustración enaltecedora del papel de la prensa en la difusión del conocimiento). El lema cerca la pequeña figura la rodea, como queriendo justamente contener lo que Sarmiento “propaga”. La caricatura anida en esa articulación. El rasgo personal del ataque y de la injuria consisten en la mención del nombre propio y en su asociación con las dos palabras que se ubican justamente, los dos emblemas de la oralidad y la escritura: la trompeta y la hoja impresa, los “embustes” y la “anarquía”; y no en el principio de la frase, en la sentencia repetida de “loco asqueroso unitario” que, en todo caso, enmarca la anarquía y los embustes de Sarmiento, los pone en serie, los asimila a otros, los explica.
Entre esas palabras, como entre la larga serie de adjetivos que envilecían su nombre en la primera cita, Sarmiento señala una referencia específica, individual: una injuria que, como tal, singulariza al ofendido. Planteada la disputa política entonces en términos de ataque personal, el agredido despliega diferentes estrategias para disolver o revertir esas injurias. Entre ellas, la de elegir un “epíteto” que explora y asimila en sus escritos como si intuyera en él una productividad particular: el de “loco”.
Fuera de la razón, fuera de la mesura, la imagen del “loco” alude eficazmente a la verborragia, a la desbordante producción escrita y al exceso de actividad física que ostenta. La locura es la gran figura del desborde y de la excepcionalidad, caracterizada epocalmente por una admirable “insurrección de la fuerza” (Foucault, 2005), Sarmiento se encarga de actualizar ambas connotaciones. (El tipo penal del “loco furioso”, que aparece ya en el derecho indiano y persiste en el moderno derecho codificado, subtiende muchas de las acusaciones y de las chanzas que recibe Sarmiento, y su fuerza sostiene más de una vez los autorretratos que Sarmiento se diseña). La figura del loco, por lo demás, se amolda especialmente a una posición de enunciación que afirma incondicionalmente y como único valor la “verdad” de sus palabras: la del panfletario (Angenot, 1982: 85-86). Solo, fuera de la falsa verdad que se ha instalado en el mundo y sin lenguaje, al panfletario le han robado las palabras, trastornando su sentido –Sarmiento ya lo había denunciado en Facundo (1845), profusamente al describir el “diccionario civil” impuesto por Rosas-. Por eso, la fuerza política de la locura presupone un desdoblamiento, una inversión excluyente: la palabra “loco” reside en que denuncia ese deslinde del mundo en dos mitades nítidas, irreconciliables. Y grita que sólo en una de ellas habita la verdad.
La contracara del loco lúcido y veraz es, desde ya, la postulación de la locura como una máscara para encubrir al falsario y al hipócrita. Esta, justamente, será la acusación abierta o implícita de muchos de los ataques de Juan B. Alberdi, desde sus Cartas Quillotanas (1853) a su Peregrinación de Luz del Día (1871),donde Sarmiento aparece apenas encubierto bajo el nombre de “Tartufo”. La misma denominación o su presentación como carácter sustantivo, la “tartufería”que Alberdi atribuye a Sarmiento, son para Alberdi prueba irrefutable del cinismo de su oponente, y se reiteran bajo la inflexión del epíteto –no del calificativo ocasional- en cartas y papeles privados (por ejemplo, en su “Facundo y su biógrafo” (Alberdi, 1897)). Tal cinismo hipócrita gira siempre en torno a la noción de interés: si el loco, como el panfletario, es insoportablemente veraz desde que su libertad le permite enunciarlo todo, para Alberdi, así como para muchos otros contemporáneos, tal libertad encubre en Sarmiento una avidez mucho más concreta: la codicia económica.
 
El Mosquito, 23-7-1876. Lámina sin firma. Detalle
En las alas del murciélago-Sarmiento: “Chupa-Sueldos”. La caricatura alude a las reiteradas acusaciones hacia Sarmiento respecto de las rentas que percibía por diversos empleos en el estado nacional.
Pero volvamos al modo en que Sarmiento incorpora la imputación de locura en su biografía cultural. Porque si la acusación de “loco” implica ante todo su descalificación política, Sarmiento responde a esta acusación reforzando esas proyecciones. Por eso decide escribir una genealogía política de la locura, cuyo último eslabón es él mismo. Se había entregado a esta empresa con especial ímpetu durante los meses que rodean la publicación de Recuerdos de Provincia. Muy poco tiempo antes, Sarmiento había publicado en su diario chileno La Crónica, una artículo que incluía la publicación de algunos “brindis” realizados en ocasión al aniversario del 25 de Mayo, y algunos documentos probatorios de su accionar patriota en el Chile de entonces. Entre ellos, una carta de Ramírez al gobernador Juan Manuel de Rosas, en cuyas primeras líneas se lee: “Me honro en elevar a V.E. la carta adjunta, que acabo de recibir en el correo por la vía de San Juan, del loco, fanático, salvaje unitario Domingo F. Sarmiento… ”. Augusto Belin –quien fue nieto de Domingo y fanático, a menudo salvaje, editor de sus Obras Completas-, consigna junto al primer adjetivo de la serie: “La nota manuscrita de Sarmiento dice: ´Primera aparición en documento oficial del epíteto de loco´” (OC XIII: 278). Sostenida por el frágil hilo de la cita, el trazo manuscrito quiere dejar constancia de la estampa “oficial” –tardía, si se atiende a las referencias históricas- del “epíteto”, despejando de toda duda su carácter ideológico.
Lo sepa o no, Sarmiento no está solo en esa tarea. A contraluz de esa primera carta de Ramírez a Rosas, se puede leer otra, una carta privada. Fue escrita pocos meses después de aquella y es también, aunque en otro sentido, una infidencia; una carta de complicidad y de traición: “Sarmiento camina a loco. Rosas ha logrado su objeto ha inflado su vanidad a punto de hacerle creer que es su enemigo más formidable en el exterior, y además su rival en candidatura para el gobierno. El fantasma de Rosas lo desvela, lo deschaveta, y lo hace desbarrar del modo más lastimoso (…). Lástima es que tan bello talento se haya extraviado así. Porque Rosas ha dado en la manía de divertirse con él, Sarmiento ha tomado la cosa a serio, y se desvive a quijotadas (…) (Alberdi, 1900: 789).
Entre la carta de Ramírez a Rosas y esta, que Esteban Echeverría le dirige a Alberdi y está fechada el 12 de junio de 1850 media, justamente, la publicación deRecuerdos, la obra que consagra la locura como legado y como conquista, y la erige en posición de enunciación.
De allí en más, y sobre todo a partir de la caída de Rosas, el epíteto de “loco” acompaña a Sarmiento, agregando rasgos que sus adversarios persistentes u ocasionales encuentran ya inscriptos en su biografía. Después de Caseros (1852), a diferencia de lo que sucedió con otros personajes, Sarmiento mantendrá (y se empeñará en mantener) el mote que se había elegido. A partir de entonces, cuando el paso del tiempo vaya atenuando la carga política de esta calificación, irá convirtiéndose en una especie de rasgo genético o idiosincrásico que habilitó una modalidad de actuación. Habría que decir, no obstante, que Sarmiento intentó mantener ese lazo político –que era, una vez más, el que legitimaba su posición panfletaria-. Variará ocasionalmente, eso sí, el origen de aquella atribución original (“Mi título de loco me lo dio Urquiza, que ha sido bastante cuerdo para sacar veinte millones de su vida pública”, le escribe a Mary Mann desde Nueva York, en 1867). Muchos años después, como prueba última de la construcción de un mito personal que quiere legar a la posteridad diseñado con perfiles nítidos confesará o dictará al historiador Adolfo Saldías una de sus escenas más acosadas, más deseadas. Es la voz de Rosas la que habla, tras la lectura de Facundo: “El libro del loco Sarmiento es de lo mejor que se ha escrito contra mí: así es cómo se ataca, señor; así es cómo se ataca; ya verá usted cómo nadie me defiende tan bien, señor” (Saldías, 1911: 57), escribe Saldías que le ha dicho Sarmiento. La locura se desliza aquí de la política, de la vanagloria y también de cualquier sombra de ensoñación quijotesca: el “loco Sarmiento” se ha convertido, en esta escena ficcional por definición, en un nombre de autor: el satírico ha vencido a su enemigo en su propio campo, arrancándole el sentido de sus palabras para invertir su connotación. Eficacia del ataque y escritura del libro son “la locura”: una y la misma cosa.
A lo largo del siglo XIX –resulta evidente tras haber recorrido la historia de la prensa satírica argentina- las campañas electorales y, sobre todo, presidenciales, fueron momentos de previsible auge de la sátira gráfica y verbal. Como las elecciones –nacionales, provinciales, municipales; presidenciales, legislativas- eran bastante frecuentes, resultaba relativamente sencillo “activar” ciertas representaciones y tópicos eficaces para caracterizar a los personajes más expectables, así como para lograr rápidas e igualmente eficaces adhesiones y rechazos para las candidaturas en juego. La candidatura presidencial de Sarmiento no fue una excepción a esta rutina que, en todo caso, funcionó de manera quizá más virulenta, porque el candidato no tenía partido propio que modelara de manera unívoca ni su programa gubernativo ni su estampa como líder. Previsiblemente, la locura de Sarmiento fue un tópico revisitado en el debate preelectoral (vale la pena revisar, por ejemplo, los intercambios en La TribunaEl Nacional (favorables a la candidatura de Sarmiento) y La Nación Argentina (que apoyaba la de Rufino de Elizalde)), y un recurso satírico fácilmente actualizable.
En 1868, un folleto anónimo publicado en Buenos Aires pone en el centro de la caricatura los “desvaríos” del presidente recién elegido: “La República de los canallas. Aventuras y descalabros del dómine Palmeta, miembro fundador de su familia, sócio del manicomio de la residencia, autor de viajes alrededor de sí mismo y presidente imajinario de una república de escuelas. Obra coronada por la Convalescencia de Michigan”Y aun ocho años más tarde, en 1876, el primer periódico satírico “coloriado”, Los Grandes Pigmeos, elige completar las páginas del que será su único número, dedicado al “non plus ultra” de los “grandes pigmeos” públicos, Sarmiento o “el Moro Al Ben Racin”, con fragmentos de este texto, a los que añade una caricatura-portrait charge a doble página. Desde su título, este libelo organiza la imagen de Sarmiento en una suerte de curriculum vittae paródico, donde la única línea de continuidad es la sinrazón. El relato parte del linaje moro de Sarmiento, se detiene especialmente en su segundo viaje a Estados Unidos y su elección como presidente argentino, consigna la fundación de Chivilcoy y termina con el ingreso de Sarmiento a la “Residencia”. La parodia acude a textos sumamente conocidos, como por ejemplo la arenga napoleónica de 1798 en Egipto (“Soldats! Du haut de ces Pyramides quarante siècles d´histoire contemplent nous…”) y a algunos episodios de Don Quijote –particularmente, al de la “iniciación caballeresca”-.
La locura de Sarmiento se convierte, para la prensa satírica, en piedra de toque productiva para justificar cualquier caricatura, y en la síntesis perfecta para ejercer la sátira verbal sobre cualquiera de sus palabras, de sus acciones privadas o de sus actos de gobierno. Un ejemplo es la “la estatua de la locura” de Sarmiento publicada en La Presidencia (1875), que funciona como epígrafe de este apartado, y donde el diagnóstico de un “caso” de megalomanía que permite “ejecutar” esa representación –se trata de una polémica, y la palabra no está elegida al azar-. El gorro de arlequín del ex presidente, lleno de vaivenes y curvas tan imprevisibles, al parecer, como sus ideas, resuena en la curvatura de su espada y en la concavidad de la silueta de sus orejas, oponiéndose a las rectas, pragmáticas bases de apoyo de la “estatua”, a los rasgos duros de la expresión de la cara. Solo la inminencia muscular de las piernas, a punto de dar un salto, indefinible entre el bailarín y el espadachín, comparte tensión y desvarío, rasgos de ambas.
Trece años más tarde, a fines de 1888, Sarmiento ha muerto. Y tras su muerte, Henri Stein, director y dibujante de El Mosquito y uno de los más sagaces lectores e intérpretes contemporáneos de la figura de Sarmiento, hace de la locura un rasgo central para su imagen póstuma. El Mosquito de Stein –el periódico satírico más importante de su época- alguna vez había proclamado a Sarmiento el “rey de sus tipos” (caricaturescos). En ocasión de su muerte, sin embargo, publica su retrato en tapa, con una banda negra, como si el periódico buscara –entre el decoro y el deber impuesto- recomponer, salvándolo de la deformación caricaturesca, un cuerpo físico en disolución. El desplazamiento de la deformación caricaturesca y su reemplazo por la forma del retrato es aquí un medio para sostener, en el pasaje de la vida a la muerte, una imagen que se busca construir estable para la imaginación colectiva (este desplazamiento, además, está en sintonía con los homenajes que tanto el gobierno como gran parte de la prensa local ya discute; entre ellos el de la necesidad de erigir una estatua para el muerto: es decir, de construir una imagen literalmente sólida para la posteridad). Dos números más tarde, la doble página central de El Mosquito muestra el ascenso al cielo de Sarmiento, recibido por el panteón de los próceres (“clásicos”, como, entre otros, José de San Martín y Manuel Belgrano; y “modernos”, entre quienes se distingue a Nicolás Avellaneda y Adolfo Alsina). Pero quince días después, a casi un mes de su muerte, Stein organiza en su periódico una ceremonia mortuoria muy diferente. Desde 1877, Sarmiento ha venido ocupando un puesto sosteniendo las letras que conforman el frontispicio de El Mosquito. Su figura debe salir, ahora, necesariamente de ese lugar. Stein convierte lo que podría ser un mero reparo vinculado con las convenciones del decoro o un dilema ético en un problema vinculado con la especificidad de su medio de prensa y que le permite hacer los honores fúnebres de Sarmiento en términos de su propio discurso. Así, en un artículo titulado “A rey muerto, rey puesto. Asamblea general”, convoca a los “tipos” que adornan por entonces el frontispicio del periódico, e incluso a otros que se presentan sin avisar. “Quién había de bastante digno por su genio descarrilado, por su talento innegable, por sus originalidades, para pretender el honor de ocupar el vacío que la muerte del gran patriota había dejado en nuestro título?”, resume el director del periódico (El Mosquito, 7-10-1888). Y en esa frase sibilina traza la última caricatura de su héroe.
Moros y militares
La Cotorra (1879). “La adoración de los tres reyes… magros”. Detalle 
“Moro” y “militar” son dos de las investiduras más reclamadas por Sarmiento. La tercera es la presidencial. Y si obtiene esta última de manera plena aunque no exenta de trabajos ni de compromisos adquiridos, las dos primeras son reclamos constantes y –contra lo que podría esperarse— harto más difíciles de conseguir. Solo en la prensa satírica y en las caricaturas Sarmiento, repetidamente, es una y otra cosa (y a veces, como en la caricatura que es epígrafe de esta sección, ambas).
Como en el caso de la locura, Sarmiento funda explícitamente su linaje moro enRecuerdos de Provincia. Este segundo linaje es interpretado por sus contemporáneos (y particularmente, por la prensa satírica) a veces sinónimo o síntoma del primero, o en todo caso, como una de sus proyecciones más pintorescas. La analogía orientalista en el Facundo, que a fines del siglo XX será una productiva clave de lectura de su obra política y literaria (Altamirano, 1997), servía entonces para reactivar todas sus connotaciones: exotismo, habilitación de la voluntad despótica, predominio del temperamento de las pasiones por sobre cualquier apariencia de racionalidad. En el momento en que ascendía a la presidencia nacional, aquel folleto satírico que lo titulaba canalla Dómine Palmeta aprovechaba también, en cuerda chabacana, la referencia oriental: “Yo soy moro, es decir un sanjuanino pero de casta mora: mi abuelo era el famoso turco Alí Kaka Ben Al-Bazín, maestro de contrabajo del Profeta Mahoma" (1868: 5).
Algunos años antes, durante su viaje a Argel, Sarmiento se había encargado de dejar plasmada una imagen que verosimilizaba su ascendencia mora: en el Departamento Fotográfico del Archivo General de la Nación se conservan dos o tres daguerrotipos –alguno, seguramente, tomado en estudio— donde se lo puede observar con túnica y fez, sosteniéndose entre vagas y románticas columnas truncas. Igualmente ataviado lo retrata en una “fantasía” pictórica su hermana Procesa, montando sobre el lomo de un camello.
Archivo General de la Nación
La caricatura contemporánea hizo de ese puñado de imágenes –prueba de un gusto y una práctica que, como se sabe, fueron menos idiosincráticas de Sarmiento de lo que podría suponerse— una impostura personalísima. Así, lo que constituía en buena medida una marca de época o una estructura de la sensibilidad, el gusto colonialista por lo exótico y el remedo o la imitación oriental, fueron en Sarmiento marca subjetiva y definitoria, singularizante, que combinaba el exhibicionismo con la extravagancia y el desparpajo. La sátira y la caricatura se encuentran así en el modo y el blanco de la injuria una “pulsión” que anima menos la figura que la escritura sarmientina; lo que Nicolás Rosa, un siglo después, ha definido como uno de sus dos “regímenes escriturarios”: el ethos oriental.
Como objeto pulsional de la escritura [el ethos oriental] da cuenta de un carácter secreto y cuasi-anecdótico de la ´personalidad´ de Sarmiento: sensualidad, carnalidad, la gula, el chiste indecente. Sus figuras retóricas mayores operan por desagregación textual: la digresión y la dispersión. Estas figuras no poseen el peso gravitatorio que poseen las figuras del ethos romano, no se ´graban´, ni se inscriben como trazos de la letrafuneraria, son lábiles, discontinuas, y generan una perturbación desconstructiva (…) (Rosa, 2004: 113). 
Lábiles, discontinuas y, en efecto, perturbadoramente deconstructivas del texto sarmientino, caricatura y la sátira que toma por objeto a Sarmiento funcionan productivamente porque están en sintonía con ese ethos oriental. Y por eso pueden, en el extremo, hacer visible y tematizar intuitivamente lo que la crítica literaria descubrirá y articulará como categoría dadora de sentido.
Si ser moro requiere de un linaje que es necesario exponer, ser militar será un reclamo en el que pesa la prueba del cursus honorum. Su Campaña en el Ejército Grande (1852) es el primer paso en la articulación de su foja de servicios, y en el triunfo de esa campaña se ubica también la primera imagen de esta trayectoria. Se trata del daguerrotipo que, con su traje completo, se hace tomar tras la batalla de Caseros. 
Archivo General de la Nación
Casi una década más tarde su voluntad de “figurar” también como militar irrita a algunos jefes: “Ha sido preciso variar las instrucciones que primero le di a Sarmiento –escribe el general Wenceslao Paunero a Bartolomé Mitre, en plena campaña de disciplinamiento de las provincias tras Pavón- porque tiene el furor de hacer figura militar ante todo, y después sus puntos de déspota jacobino, que si se le deja con la rienda suelta es capaz de convertirse en un carrier de las provincias que caigan sobre su férula” (Gálvez, 1945: 429) [subrayados míos].
Al general daguerrotipado, la prensa satírica opondrá insistentemente la cantera de imágenes que, una vez más, ofrece Recuerdos de Provincia. El motivo de “la infancia del jefe”, articulado con el del héroe militar cuya valentía y liderazgo surgen entre los juegos infantiles anidan en las batallas barriales de las tardes provincianas, narradas en el capítulo “Mi educación”. Entre los personajes de esos episodios la prensa satírica eligió a uno que acompañaría en sus páginas a Sarmiento: Piojito, interlocutor y confesor del funcionario ávido de convertirse en general. Sarmiento lograría su anhelo, tras largas discusiones parlamentarias, en 1877. Para entonces, El Mosquito había agregado a la compañía de Piojito la de unas cada vez más pesadas y enormes charreteras, un bicornio napoleónico -que sobreimprime, claro, la connotación de la locura a la de pretensión militar—. Ahora bautizará a la espada del flamante general como “la virgen”, en obvia alusión a su falta de bautismo de combate. Por añadidura, en este atuendo militar, la obsesión sarmientina por los trajes queda articulada en una imagen demoledora. “Sarmiento es general, como lo es aquel loco de la convalecencia, que se engalana con los trapos chillones y se condecora á si mismo con objetos menudos de quincallería y pedazos de hojalata”, se conduele falsamente El Mosquito, al descubrir que el Senado le ha jugado la “chanza” de hacer realidad esa “broma pesada”, concediéndole finalmente el grado de general. Entonces, declara el periódico que el buen humor de sus páginas “ha cedido el paso á una piadosa melancolía como la que se experimenta al considerar un caso de demencia incurable, por mas que se preste á las risas de los desalmados (…)” (El Mosquito,8-7-1877).
Zumbonas y todo, las “condolencias” duran poco, y llueven en cambio las burlas abiertas y las caricaturas. Así lo presentaba el semanario de Stein tras las intervenciones de Sarmiento en El Nacional, atacando al nuevo diario de los hermanos Ricardo y José María Gutiérrez, El Pueblo Argentino:
Se alquila al mejor postor la pluma del escritor que tumbó a Rosas, que contuvo á Urquiza, que hundió a Taboada, que colgó (dicen las malas lenguas) al Chacho, que sostuvo los gobiernos regulares y á veces sus enemigos aunque imperfectos de Obligado, Alsina, Mitre, Avellaneda, y que no tiene levantado el látigo de las Eumenides, sino contra tiranos, demagogos, pillos, explotadores, cínicos escribientes, y cagatintas sin instrucción, sin delicadeza y sin vergüenza! (OC LII: 312) [subrayados míos].
El Mosquito, 9-6-1878, p. 3. Detalle. Caricatura sin firma.
En la columna detrás de Sarmiento, “Imprenta del Nacional” (su diario).
En la espada: “la virgen”. En la cartera, “sueldos”. 
Pocos días más tarde, la caricatura de El Mosquito redoblaba la apuesta. Bajo la imagen se lee: “El miércoles pasado salió de una imprenta de la calle Bolivar, un loco, desnudo y furioso que gritaba “¡Canallas, respeten las charreteras del general CAGATINTA!” Después de ser sometido á un examen médico se reconoció que su locura desaparecia cuando se trasladaba á cobrar sus sueldos”.
El uniforme militar, completamente desestructurado, es soporte aquí de la sátira sobre un cuerpo travestido y fuera de control (el apodo del “general” y el gesto de taparse la nariz dan cuenta de hasta qué punto el descontrol es aquí, también, escatología).
La figura de Sarmiento, su cuerpo dibujado, se transforma en la percepción de los lectores con el añadido de nuevos atributos. Su bastón presidencial queda completamente obliterado por una espada virgen, mellada, excesivamente curva o que chorrea sangre, que se complementa a la perfección con el bicornio de la locura napoleónica y con la hipérbole de las charreteras. Son varias las imágenes que tienen como centro y como blanco a Sarmiento que recogen estos rasgos, y que configuran así una serie en la que se concentran simultáneamente varios ataques. La espada puede ya ser cimitarra árabe 
El Mosquito, 7-1-1877
En la mesa, la cabeza de Ricardo López Jordán.
“Con permiso de la autoridad, YO apuesto todos mis sueldos que una vez cortada esta cabeza no habrá mas revoluciones”
O bien estilizarse, rígida, para hacer del uniforme militar el del director de unabanda militar: 
Antón Perulero, 18-5-1876Detalle. Caricatura de Carlos Clérice 
Pero lo que la prensa caricaturesca no deja de repetir, una y otra vez, es que ese uniforme, tan trabajosamente conseguido e impuesto, no puede leerse sino como disfraz: el reverso simétrico y perfecto de su ideal del traje como didáctica de la civilización.
Esta imagen olvidada, como en buena medida está olvidada hoy la dimensión militar de la figura de Sarmiento, fue lo suficientemente eficaz y lo suficientemente significativa como para que aun en 1911 Leopoldo Lugones se sintiera tentado a polemizar con ella, y desmentirla: “la posteridad no puede continuar en su engaño sobre aquel general de la caricatura y del epigrama (…)” (1911: 226).

Primitivismo y otros excesos
            El sátiro sanjuanino,
de talla grotesca y
espíritu dañino
Olegario V. Andrade “Candidaturas” (1867). 
Defendía sus asuntos como si fueran casos perdidos, con una fiereza de mono acorralado.
Era capaz de andar con el pantalón desprendido, de pura rabia.
Ignacio Anzoátegui, Vidas de muertos (1934).
Las representaciones del cuerpo de Sarmiento están atravesadas por dos vectores: la fealdad y la fuerza. Y son vectores porque, efectivamente, su magnitud y su orientación definen a ambas características por completo. La magnitud siempre es desproporcionada: hiperbólica (de ahí que la talla que le atribuye Andrade seagrotesca, tanto –el paralelismo lo sugiere—como es dañino su espíritu). La dirección, al parecer, se define por estar siempre desentendida de sus efectos: si los adversarios de Sarmiento pueden ver en ella intenciones conscientes y malévolas, su alcance es casi siempre inesperado, una reacción en cadena que él mismo no podía prever. En cruce con el ethos oriental, ese cuerpo siempre está disponible para los desbordes: la avidez económica que sus enemigos le atribuyen se traduce en un organismo monstruoso, que se agiganta a fuerza de comer y enchupar (como el murciélago del apartado anterior). 
El Mosquito, 1-10-1876. Caricatura sin firma. Detalle
Avellaneda y Sarmiento intentan probar la “torta” del presupuesto. En sus cuchillos, respectivamente, se lee: “presidencia”, “sueldos”.
Magnificada, orientada siempre hacia los desvíos, la locura puede aparecer bajo la forma del cuerpo desequilibrado por la ebriedad. “El borrachón de Sarmiento”, lo había llamado La Nación, para desdecirse rápidamente –es Casimiro Prieto Valdés quien se hace cargo—señalando que se trataba de un dudoso error de imprenta (donde se lee “borrachón”, léase “bonachón”…).
Desde El Pueblo Argentino, José M. Gutiérrez denuncia que se ha visto a Sarmiento regresar borracho de los bosques de Palermo (1878). Es entonces cuando Sarmiento responde no sólo con una justificación que pulsa la cuerda personal e innegablemente trágica (regresaba de visitar la sepultura de su hijo en la Recoleta) sino que además le dispara la injuria que cruza, justamente, la letra y el cuerpo: es en esa ocasión que llama a Gutiérrez “cagatintas”.
Aun años después, en plena campaña por las leyes de educación laica (febrero de 1883), y frente a un discurso contra la educación religiosa que Sarmiento ha dado en Montevideo, Pedro Goyena, en un artículo anónimo, le arroja el mismo calificativo por vía de la metáfora –el diario desde el que lo hace, defensor de los intereses de la Iglesia, es pudoroso-: “¡estás ebrio de vanidad, de mentiras y de calumnias! ¡animalis homo!” (La Unión, 18-2-1883). Sarmiento le responde al día siguiente desde su propio diario, El Nacional. Devela que esa nota anónima ha sido escrita por Goyena y se apropia de ese sintagma para usarlo irónicamente, como su propia firma, poniendo al pie de su texto: “Un viejo ebrio de vanidad”. Pero antes de este final, devuelve la injuria diseñando, una vez más, la superposición entre obra y letra para su oponente. Nuevamente, la clave está en el cuerpo: “El cuerpo de la obra de Goyena encierra lo que todos los intestinos; y la peroración es lo que correspondía a un joven pulcro, de lenguaje culto, de ideas sanas, de un Don Pedro Goyena” (OC LII: 358).
El ataque de Goyena incluía un elemento sobre el que Sarmiento no focaliza, pero que encierra también un núcleo semiótico productivo para sus representaciones:animalis homo. La fealdad y la fuerza se configuran a menudo, también, para hacer de Sarmiento literalmente una bestia: rusticidad, primitivismo y falta de reflexión articulan tanto la imagen del sátiro que le impone Andrade como la de lafiereza del mono acorralado que, de manera póstuma, le sobreimprime Anzoátegui. El enaltecimiento de Sarmiento de la figura de Charles Darwin y de las teorías darwinistas, por un lado, y por otro, su fervorosa propaganda, desde 1855, de las islas del Delta del Paraná, “el Carapachay” –Sarmiento, como es sabido, fija una de sus residencias en la zona— pasan entonces de ser motivos, causales o disparadores de la sátira, en tópicos que atraviesan sus representaciones. Hacia 1873, por añadidura, a modo de reconocimiento por haber implementado los corsos de Carnaval, la comparsa que se autodenomina Los habitantes del Carapachay regala a Sarmiento, entonces presidente de la Nación, una medalla conmemorativa con su esfinge caricaturizada en ella y con la leyenda: “Al emperador de las máscaras” (Bilbao, 1962: 180). Algo más de un año después, Casimiro Prieto Valdés estrena un “juguete dramático” con ese mismo nombre. Aunque para evitar la censura municipal se suprimen los nombres propios, el público reconoce y celebra a Sarmiento entre los protagonistas (la obra aparece referida en la prensa con un título que se anuncia apenas más picante: Una boda en el Carapachay). Así, el republicano presidente argentino no sólo es habitante de la selva del Delta, sino monarca absoluto equiparado al rey Momo. Y complementariamente: el contexto selvático es perfecto para insistir en la estirpe simiesca de Sarmiento. Si ha sido y será propagandista de las doctrinas de Darwin, su propia estampa servirá para “probar” satíricamente tales teorías (algo muy similar ocurría en Gran Bretaña con las caricaturas del propio Darwin).
Primitivismo, rusticidad, escasez de razón o sutileza y fealdad hacen del mono(imitación, indicio apenas de lo humano en algunas otras ficciones de la época) el retrato perfecto de Sarmiento. Años más tarde, es de nuevo Lugones quien se exaspera:
El Mosquito, periódico de caricaturas que no eran sino grupos de figurones chatos en que la cargazón de tinta suplía al rasgo incisivo, ó para decirlo en dos palabras, á la sobriedad propiamente artística, representaba el ingenio criollo: colección orejas asnales, jetas de mono, y demás factura, cuya ridicula monstruosidad nos resulta algo así como la paleontología de lo grotesco (Lugones, 1911: 255-256 n. 2) [subrayados míos]. 
El Mosquito, 18-2-1883Tapa. Caricatura sin firma
“El Mosquito tambien quiere felicitar al viejo Domingo en su septuagesimo segundo cumple-años y cree llenarlo de felicidad presentándole el poetico cuadro de su nacimiento, que tuvo lugar en un silvestre bosque de Sn. Juan” 
El exceso hace además que, en una prensa satírica que no abusa de las analogías zoológicas, existan, sin embargo, otras versiones animalescas de Sarmiento. Así, al murciélago y al mono, se suma un previsible burro (El Mosquito, 9-9-1883); la tozudez y el carácter pendenciero del toro (El Mosquito, 29-3-1868); y aun un elefante, en paquidérmica alusión a su “pesado” diario El Nacional (El Mosquito,5-10-1879). En su versión más ácida, y cuando no se vincula ya solamente a un beneficio económico sino también una acusación moral, esa voracidad brutal de Sarmiento lo convierte en una hiena. 
La Presidencia, III, 203, 27-11-1875, p. 3. Caricatura sin firma
“Sr. Gelabert. Justificada la identidad, fusile. Sarmiento. Gral. Iwanoski: Cualquiera sea el número, siendo enemigos míos, fusilelos por la espalda. Domingo Sarmiento” 
La naturaleza y sus excesos, por último, no sólo asoman bajo la forma animal. Mucho más revulsiva, por más imprevista, es la feliz ocurrencia de Martínez Villergas en su Sarmenticidio de 1853El subtítulo de su exitosísimo folleto, a mal sarmiento buena podadera”, encuentra un devenir-vegetal inscripto en el nombre de su héroe. De sugerencias rizomáticas y desmadradas, el nombre del folleto tiene la economía memorable de la injuria, y obtura o, al menos, desplaza a un segundo término la lectura de sus argumentos (que se entretienen en contradecir la versión que da Sarmiento de España en el volumen de sus Viajes (1849)).
El Sombrero de Don Adolfo, 5-11-1875. Sin firma
“Para esta parra, lector/ no hay podadera mejor”. Arriba, derecha: detalle
 
El nombre y el pronombre

el Pardo, el pardejón Rivera, el getón Santa Cruz, el manco Paz,
el pilón Lamadrid, el loco SarmientoEl apodo es el mordiente,
sin él no queda grabado el nombre en la memoria.
Sarmiento. “La Matraca (periodismo argentino)” (1878). 
A menudo, una de las formas en que se expresa la voluntad de ser escritor es la aparición de una firma y la reafirmación de un nombre propio que se pone al servicio de la escritura. En el caso de Sarmiento, la escena en la que él mismo narra su iniciación literaria tiene un núcleo explícito allí. Se trata del pasaje de la seudonimia, entendida como impostación de una voz y de una perspectiva (cuando firma su primer artículo como “Un teniente de artillería”) al reconocimiento de la autoría (antes que nadie, para él mismo). Todo está relatado, una vez más, enRecuerdos de Provincia. Otro pasaje de su obra hay también una iniciación que habla de ganarse un nombre. Se trata de la célebre y recurrida escena de Facundo(1845), el anónimo escritor de consignas políticas en francés, en la sala de los baños de Zonda, se convierte, a través de la publicación del libro que incluye ese fragmento, en autor que desde Chile fustiga a los tiranos con su nombre, convirtiéndose él mismo así, “como su héroe [vg., Facundo Quiroga], en un mito”. La aparición del nombre propio es en ambos casos un triunfo. Y no únicamente un triunfo biográfico, individual; es también un triunfo del talento y de la verdad, sancionado por la aclamación que cada uno de esos textos espera obtener de los lectores. La primera persona, el yo, queda completamente ocupada, habitada por la omnipotencia del escritor.
Quizá por eso el ataque más sagaz que pueda hacérsele a Sarmiento como escritor es, justamente, el negar la sustancia de esa firma y de ese nombre. Porque al hacerlo, se niega la sustancia de su referente. Así lo intenta, de manera ejemplar, Juan Bautista Alberdi, uno de los mejores lectores que tuvo Sarmiento, tanto en lo que hace a su obra como a su figura pública: “Porque Sarmiento, en sí mismo [afirma Alberdi en sus Escritos póstumos], no es nada. Es una fantasma cuyo valor total consiste en su apariencia de ser algo” (1899: 517). Desde perspectivas muy diversas aunque no necesariamente inconciliables, disciplinas como el psicoanálisis, la sociología de la cultura y la crítica literaria han reflexionado largamente sobre el nombre propio y también sobre el nombre de escritor en tanto dispositivos. ¿Es posible pensar, entonces, aun, en que persista una sustancia? ¿Qué ha hecho, en todo caso, Sarmiento, para burlar la amenaza de volverse, como su nombre, fantasma?
Intraducible, constante en cualquier lengua, el nombre propio porta, como uno de sus rasgos definitorios un trazo que lo une a su portador. Desmadrado, rebosante de la voluntad de ungirlo con múltiples sentidos y de llenarlo con predicados que den cuenta de sus acciones, la amenaza del nombre cuando se desborda es, sin duda, el apodo. Se sabe –el anterior y sumarísimo repaso es una prueba— que Sarmiento recibió muchos. Pero el gran riesgo del apodo no es que reemplace al nombre, sino que se deposite sobre él, como una mancha, una mota de polvo que, opacándolo, lo deja entrever. Pero antes que intentar limpiar o restituir el brillo a su nombre, Sarmiento elige dos estrategias que aumentan su apuesta. Por un lado, él mismo es el primero en descubrir, registrar por escrito, subrayar y finalmente, adoptar –cuidándose siempre de señalar su autor- los sucesivos apodos que recibe. Y por otro, al decidir reemplazar el nombre propio por el pronombre de primera persona. Si el nombre propio es por definición la falta, lo que demanda ser llenado por atributos, acciones, valores; Sarmiento invierte la relación de fuerzas y elige el deíctico, palabra de fondo inagotable, y en la que por definición no hay falta, desde que se llena con el contenido de su enunciación. Ni apellidos, ni linajes, ni rasgos heredados, entonces, a menos que se los convoque. Apenas un título, de lo más ramplón: “Yo soy Don Yo, como dicen”, anuncia, y de inmediato agrega: “pero este Don Yo ha peleado veinte años a brazo partido con Don Juan Manuel de Rosas y lo ha puesto bajo sus plantas;(...) todos los caudillos llevan mi marca” (OCXIX: 255).
“A mi progenie me sucedo yo”, no obstante, recordémoslo nuevamente, había escrito en Recuerdos de Provincia. Agregado el título, el mote de “Don Yo”, con que lo tildan y se tilda, es más que un señalamiento a la vanidad: es la síntesis extrema de un deseo de estatus en términos de la serie social y literaria –hidalguía, títulos, linaje; y también hispanidad, palurdismo, bravuconería-, que va acompañado de un término que puede, con lo mínimo que dan dos letras, serlo todo, llenarse de todo. El dislocamiento pronominal del auto engendramiento se potencia y continúa en este gesto. (Habría que leer esta fórmula como un punto de inflexión en una historia del “yo” y de sus definiciones verbales en la cultura occidental; una historia en la que para Sarmiento, probablemente haya que subrayar dos inflexiones, en sus formulaciones decimonónicas y francesas. Es decir, ubicar este “yo” sarmientino entre el reflexivo de Michelet, C´est livre est plus q´un livre, c´est moi-meme (Le Peuple, 1846) y aquel que disloca, para siempre, esa reflexividad y con ella, al sujeto mismo, cuando Rimbaud escribe: Jesuis un autre (1871)).
El Sombrero de Don Adolfo, una “caricatura político-dramática” que Casimiro Prieto Valdés quiso estrenar en Buenos Aires en 1874 y cuya módica notoriedad se debe, en buena medida, al haber sido censurada por la Municipalidad de Buenos Aires. La pieza ostenta, tras la lista de personajes, una advertencia singular e ilustrativa de la potencia de la autenticidad que garantizaría el “yo”:
“Al que leyere
El autor, en descargo de su conciencia literaria, se apresura a declarar que las palabras subrayadas que pone en boca del histórico personaje don Domingo, pertenecen a éste exclusivamente” (Prieto Valdés, [1875] 1934: 67). En la “caricatura político-dramática”, el personaje de Don Domingo se presenta con palabras como estas:
Muchos me silban, mas son
Gentes de mal corazón,
Gallos de mala ralea,
Dignos sólo del desprecio,
Y no de altivos agravios,
Pues no es justo que los sabios
Hagamos caso del necio.
Conmigo en consorcio van
Genio y talento profundo,
¡Yo soy antorcha del mundo
Y doctor de Michigan!
La autenticidad de las palabras de Sarmiento es, de hecho, uno de los argumentos que esgrime el autor frente a la censura municipal para intentar autorizar su obra teatral: ¿cómo considerar injuriantes en un personaje dichos que no han sido desmentidos por su enunciador referencial, real?
D. Domingo, que es el último rol que me falta establecer, es un personaje en cuya boca se ponen frases que pertenecen, de pública notoriedad, a uno de los hombres políticos del país. Ahora, y en este último caso, si no hay alusión, no hay ofensa; y si hay alusión,  de ninguna manera podría jamás darse por ofendido el hombre público a quien se atribuyeran sus propios documentos y palabras, que constan en escritos suyos y que él no ha retractado ni piensa retractar.
Si esas palabras son censurables, la censura, en ningún caso, podría recaer sino sobre su propio autor (Municipalidad de Buenos Aires, 1876: 112).
El “yo” de Sarmiento, identificado con el del personaje de “Don Domingo” oficia, en la argumentación, de garante ambivalente: habilita tanto el ejercicio de la sátira como el reconocimiento de que esas palabras constituyen una injuria.
Para Sarmiento, por último, las dos oes del Don Yo se abren como un espacio ávido y productivo. En el vacío que instala el deíctico, en la concavidad con que Sarmiento encuentra la posibilidad de un llenado incesante de obras, de discursos y de escritos, la prensa satírica argentina encuentra la clave de una interpretación. Sarmiento, literalmente, lo será todo: podrá ser cualquier cosa. Extravagancia, desborde, disfraz, locura, ínfulas y exceso encontrarán su fórmula visual en la variedad y la combinatoria virtualmente infinitas.
El escultor triunfa sobre el dibujante
(…) el rostro humano todavía no encontró su cara, y que depende del pintor que se le conceda una. Pero esto significa que la cara humana tal cual es está aún explorando con dos ojos, una nariz, una boca y dos cavidades auriculares que corresponden a los agujeros de las órbitas como las cuatro aberturas de la bóveda sepulcral de la muerte próxima. (…)
Antonin Artaud, “El rostro humano”.

Para Sarmiento, la prensa satírica encontró, justamente, los trazos caleidoscópicos con que sobreimprimir al vacío de las órbitas, al vacío del yo, un rostro –múltiple y variable- y un cuerpo humanos. Años más tarde, es de nuevo Lugones quien más se acerca a ensayar la misma operación. En el centenario del nacimiento de Sarmiento, Lugones inicia así su biografía:
La naturaleza hizo en grande a Sarmiento. Dióle la unidad de la montaña que consiste en irse hacia arriba, de punta; mas fuera de esa circunscripción al triángulo proyectivo que tambien perfila el remate de la llama, hizo de su estructura una aglomeración pintorescamente compuesta de piedra, abismo, bosque y agua. Así son de cerca esos caos donde parece expresar una especie de antiguo dolor ceñudo el desorden del granito. Su fortaleza manifiéstale en una ruda fealdad, como la carne del pobre. La breña negruzca, la desmirriada paja de la grieta, erízanle una pelambre de lobo. (…) Sabe que todo han de sacarle al rostro, menos vergüenza ó miedo. (…) (1911: 9 y 13).
Multiplicidad, naturaleza, fealdad, primitivismo, desorden y fiereza. Los tópicos se reiteran en la sátira, en la interpretación que se quiere neutral y aun en la hagiografía. E incluso en términos similares, en un pasaje que no puede sino pensarse como caricaturesco, Sarmiento imagina –una vez entre muchas- su lugar en la historia.
Es 1º de noviembre, el día de los muertos. Sarmiento, cronista, ha andado por la Recoleta entre tumbas de amigos y enemigos, repasando a través del paseo la historia argentina que, asume, no se separa de su propia historia. El recorrido va llegando a su fin.
Aléjeme de estos lugares poblados de recuerdos, de fragmentos de nuestra historia y pasando por delante del sepulcro de Rivadavia, de Brown, de D. Juan de la Peña, el maestro de escuela, porque en este sonambulismo del espíritu, hé adquirido la facultad de no ver sino lo que entra en el cuadro de mi propia vida, interrogo mis propias fuerzas, pido á mi espíritu la solución buscada, y cuando eureka! ya la tengo en las manos, siento que el impulso de la voluntad se detiene, que mis hombros se paralizan, y que una comezón en las plantas me anuncia que como aquellas ninfas castigadas por dioses celosos ó irritados, me arraigo en el suelo, me endurezco y consolido, mis facciones toman el aspecto griego del arte y me convierto en monumento del Cementerio... (OC XLVI: 84-91).
Si el Sarmenticidio de Martínez Villergas había revelado que el pasaje del monumento al devenir-vegetal estaba escrito en su nombre, del sarmiento a laparra, es su autor, protagonista y blanco quien se encarga de aprender de la sátira e invertir el camino. Ya no parra susceptible de sarmenticidio, sino para convertirse en ninfa de una mitología rocambolesca, Sarmiento se imagina monumento… de cementerio. El súbito giro fantástico de la crónica anuncia no sólo el triunfo de Sarmiento sobre la muerte, sino el del autor sobre cualquiera de las formas con que intente injuriarlo la sátira. Sarmiento la ha hecho suya para la posteridad.
El Mosquito, 24-11-1883. Sin firma. Detalle
En el pedestal del monumento se lee: “Gral. Dn. Domingo. Vencedor de Piojito. Creador del magnífico Puerto de Buenos Aires, del Parque 3 de Febrero, de los manglares, etc. Protector de animales y enemigo de los burros. 
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